martes, 20 de abril de 2010

Quinta da Regaleira


Dante ya no vive aquí

Cuentan que la sierra de Sintra, en Portugal, es como un queso de ‘Gruyere’ y, aunque el símil suene poco misterioso, lo cierto es que esta tierra está plagada de túneles por los que en su tiempo pasaron moros y templarios. Cientos de subterráneos que comunicaban con los castillos de Penha, el Castillo de los Moros y el palacio fantasmal al que hoy me refiero: Quinta da Regaleira. Quien de pequeño fuera fan de la Familia Monster habrá adivinado que este palacete dominado por corrientes telúricas y sembrado de símbolos herméticos tiene mucho de alquímico, simbólico y, según lo viví yo, también fantasmal. Su último propietario fue un millonario llamado António Carvalho Monteiro, un excéntrico bibliófilo y esotérico quien decidió convertir el palacio en una suerte de mansión filosofal. Allí me encontraba el pasado domingo, paseando sola por un jardín que se volvía más espeso y salvaje conforme iba avanzando. –Huelga decir que el hecho de tropezarse con algún que otro turista fue a golpes un alivio, una decepción y un acicate para el misterio –entendiendo al turistas como un ente entre zombie y retardado (así debieron verme también a mí y no sin razón)-. Tardé un tiempo en dar con el pozo iniciático que Monteiro y el arquitecto Luigi Manini habían hecho construir en un lugar apartado del jardín: una torre invertida que se sumergía 30 metros en las entrañas de la tierra. Había que palpar hasta encontrar una obertura en la piedra, una puerta oculta, para entrar en un pasaje que daba a una escalera de caracol con arcadas y paredes mohosas. Justo en la base, pintado en la piedra, la cruz de la Orden de Malta señalaba el centro del pozo transportándome a una época de templarios y ritos de iniciación.

Descendí los peldaños tan nerviosa que se me olvidó contar –no sé porqué, pero siempre cuento peldaños, debe ser patológico-. Al final del mismo y ante una gruta oscura que conducía quien sabía a dónde, me imaginé como un personaje de la Divina Comedia y el peso de una imaginación “perversa” cayó sobre mi; una mente poblada de condenados, espíritus y Beatrices asustadizas. “Bueno”, pensé, “ahora es cuando llega Dante y me salva”, pero sólo apareció una pareja de madrileños a los que debí darles tal susto – el mismo que me dieron a mi – que nos internamos angustiosamente en la gruta, corriendo como posesos, a oscuras, el uno huyendo del otro, que huía del de más allá… Había también, como luego supe, una familia de alemanes que al oírnos gritar comenzó también a correr, y así recorrimos el túnel hasta desembocar en un lago. Parecíamos una horda de oficinistas que se empujan para no perder el metro… Sólo que este andén era tortuoso y agreste, y nosotros algo flipados.