jueves, 21 de octubre de 2010

Segundo encuentro paranormal en la L2

Cada vez estoy más convencida de que entre las 15 y las 16.30 horas sólo hay locos en el metro, los cuerdos trabajan o duermen la siesta. Por alguna extraña razón siempre acabo al punto de las 15.30 sentada en un vagón de metro con un libro abierto y un extraño ser acechando. El de esta semana era un tal Pere; debía rondar los cincuenta años, empujaba un carrito de la compra y tenía las uñas como si se hubiese pintado el envés con un rotulador negro. Lo sé porque me pidió que le estrechara la mano, uno, dos veces, tres; tantas veces como repetía su nombre, tantas veces como me preguntó cúal era el mío. Luego me pidió que le diera un beso. Obviamente, NO. Hasta ahí, lo normal: el típico chalado con carrito. Le di conversación unos segundos y volví a mi lectura. De repente, el 'dejavú' siniestro se materializó.
- Oye, Bea, ¿qué estás leyendo? - preguntó el susodicho Pere.
Me empezó a invadir una ira obscena y me dieron ganas de abofetearle y gritarle "¡qué cojones os importa lo que lea!". Respiré profundamente y me imaginé como una hoja mecida por el viento - derecha, izquierda, armonioso bamboleo ....-, esbocé mi mejor sonrisa y le contesté:
- Es un libro de Darryl Bennett. ¿Lo conoces, Pere?  




domingo, 10 de octubre de 2010

Anecdotario extraño: El gitano que leía libros de auto ayuda

Con una mano se apoyaba en la muleta, mientras que con la otra sostenía un canuto del tamaño de un pulgar. Era guapo, gitano, joven y estaba ‘fumao’; llevaba en el cuello una cadena de oro y los ojos los tenía abotagados y enormes, como si se le fueran a disparar. Yo estaba en el metro leyendo y se sentó junto a mí, murmuraba algo extraño. Fui a coger el bolso, pero no lo toqué; no quería parecer prejuiciosa. De rato en raro lanzaba miraditas paranoides a mi mochila floreada y por el rabillo del ojo controlaba al gitano.

De repente el hombre dejó de canturrear y me preguntó: -Perdona, ¿de qué va el libro que estás leyendo? -. Me quedé atónita, lo miré de soslayo y le dije sonriendo: - Nada, es un libro muy aburrido. Va sobre pintores-. “Ahora es cuando el tipo me dice una burrada y mete la mano en el bolso”, pensé. La cuestión es que el gitano pareció conformarse con mi respuesta, asintió y se puso a mirar al infinito, que eran los cristales grafiteados y rayados del vagón de metro. O tal vez me miraba a mí, a mi reflejo en el cristal, y yo también miraba su reflejo… - Nos mirábamos entonces de frente, pero como si un bizco se contemplara de lado en un espejo. Era algo extraño, una mirada desviada y a la vez directa..., tal vez menos cobarde y huidiza.

El gitano volvió a la carga:

- Ah, es la historia de un pintor – afirmó, como esperando confirmación.

Qué demonios quiere este tipo… que le lea la sinopsis. ¿Intentaba ligar conmigo? Nos quedamos callados unos segundos, yo volví a mi lectura y él a su porro. Al cabo de un rato, tuvo otro amago de conversación:

- ¿Has leído algo de Darryll Benett? - me preguntó.

Yo negué con la cabeza. Bien, lo había conseguido. Ahora ya estaba interesada.

- ¿Darryll Bennett? – repetí

- Sí, Darryll Bennett. Tiene un libro – dio una chupada larga al canuto-, se llama “Disfruta de la vida y no te amargues. Es muy bueno…

A mí me dio risa el título. Le prometí que lo leería y bajé la cabeza hacia mi libro dando por zanjada la conversación.

- Es de auto ayuda, ¿sabes? Va muy bien – continuó.

Más tarde me dio por pensar por qué ese tipo me recomendaría un libro como “Disfruta la vida y no te amargues”, qué impresión patética tuve que causarle.

- Cuenta que un día vio a un hombre sin piernas. Dice: “Vi a un hombre sin piernas y yo me quejaba porque no tenía zapatos” –. El gitano levantó las cejas, magnánimo. Desvié la mirada a su muleta. Se dio cuenta, calló.

- Es la vida –contesté –. Somos unos egoístas, siempre preocupados por nuestro pequeño mundo (Exactamente, no sé lo que dije, pero debía ser alguna tontería semejante).

- No tenía zapatos y vio a un tío sin piernas – volvió a decir con una sonrisa encantadora en los labios y la chusta del canuto entre los dedos.

Así nos quedamos, mirando el reflejo del otro un buen rato. El metro llegó a la parada de San Roc, él se levantó con dificultad, se desequilibró un poco y se agarró a la silla. Luego me contempló un momento, tal vez esperando que me despidiera. No lo hice, sólo le miré los pies, no sé porqué lo hice, le miré de soslayo los pies y volví al libro. Las puertas se abrieron y bajó. Cuando el metro volvió a moverse, me giré y lo seguí con la mirada hasta que desapareció.