
En este sentido, creo que el punk nos va a volver a salvar, como ya lo hizo en los setenta, cuando la feroz crisis del petróleo y la muerte de los valores de la sociedad impulsó la rebelión de una generación sin trabajo ni futuro a cambiar a partir de la negación de un sistema que los quería como se quiere a un aborto, los hijos medianos que gritan fuerte y a su manera. La cultura punk se expandió a través de la creatividad, la cooperación y la rebeldía; fue un ‘do it yourself’; “I wanna be anarchy - rezaban los Sex Pistols – y era the only way to be”.
Fíjense cómo, de un tiempo a esta parte, su legado lo han tomado pequeños grupos locales que parten del irrisorio presupuesto de “lo que tengamos en el bolsillo y réstale un euro para cerveza”, como el festival de cortometrajes que organiza una asociación de jóvenes de Cans (Pontevedra), donde cada local o vivienda puede convertirse en un cine improvisado; o la reciente propuesta de un grupo de creativos valencianos, que transformó un túnel peatonal en una galería de arte. Para los directores del disposable film (película desechable), por ejemplo, lo importante es tener una idea y luego viene la tecnología - un teléfono móvil, una webcam, una cámara digital…-. ¿Cuánto más se necesita para contar una historia?
¿Cuándo ha sido un freno para el artista no tener gran presupuesto? Pero si las mejores obras surgieron de casi mendicantes, bohemias, artistas de tomate en calcetín y onza de vino. Aquellos que bajan el telón amparándose en la falta de apoyo deberían replantearse cuándo dejaron de ser artistas para ser retratistas del Poder; cuándo perdieron la poca creatividad que da el hambre de expresión en pos de la popularidad, que es acomodaticia y de canapé rosa en ceremonias de premios preadjudicados y presentaciones que son el Discreto encanto de la burguesía interpretado por snobs que hablan de Stanislavsky como si aún viviera.
Bienvenidos, todos, a este ‘after after punk’, y que muera la cultura para que nazca otra nueva.